Llevo ya un tiempo inmersa en una cierta crisis existencial. Pese a que debo estar agradecida por tener un trabajo, relacionado en mayor o menor medida con mi formación, me siento un poco fracasada tanto por la irrelevancia del mismo como por su sueldo “tirando” a irrelevante.
Algo tiene que ver el hecho de que muchos de los que me quieren esperaban algo más, como si yo fuera una especie de “esperanza blanca” de valía e inteligencia destinada a mejores cosas.
¡Haz algo al respecto!, pensaría cualquiera, y yo lo pienso, pero encuentro las opciones harto defectuosas y arriesgadas: si oposito, en el supuesto utópico de éxito, puedo acaba en las quimbambas, con lo que mi relación personal peligraría; cambiar de trabajo viviendo en As Pontes es “complicadete”, sobre todo porque la idea es mejorar, no empeorar; irme a trabajar a Coruña supone trasladar mi residencia y hacer conducir una hora a un tío cuyo horario de trabajo oscila alternativamente entre las 6 de la mañana, las dos de la tarde o las 10 de la noche,…en fin, que me encuentro en un callejón sin salida.
Quizá la única opción radique en la
dichosa aceptación (léase entrada anterior), habiendo constatado que la vida puede cambiar en un minuto y que no hay nada escrito, irremediable o fatal, salvo quizá la muerte, pero siempre que lo intento, en líneas generales fracaso.
Así que he empezado a analizar por qué, y he descubierto una perversión dañina en la educación recibida, sobre todo en el colegio. Estudié en un colegio concertado católico, pero algo me dice que este defecto es extensivo a cualquier institución de enseñanza de mi época de estudiante (1982 a 1999). Durante 17 años he sido
educada en la convicción de que los logros personales y profesionales estaban íntimamente ligados con el esfuerzo, y que un empeño real en conseguir un objetivo llevaba a su consecución.
Los 10 años posteriores se han empeñado en demostrar que esta teoría es una falacia, porque elimina de la ecuación los factores suerte, oportunidad, influencias, nepotismos, amistades, relaciones,…Me recuerda mucho al “leit motiv” del sistema educativo del país de las oportunidades, con la diferencia de que la vieja Europa no es esa tierra ni se gobierna por los criterios del hombre hecho a si mismo. De sobra sabemos que en Europa un hombre que se ha enriquecido en un periodo relativamente corto de tiempo, probablemente oculte recursos un tanto opacos.
La consecuencia de la confrontación entre la “teoría del esfuerzo personal” y la realidad, es una sensación de permanente frustración e insatisfacción que arrastramos la mayor parte de los miembros de mi generación. La ausencia total de educación en la tolerancia a la frustración nos convierte en adultos intolerante, infelices y ligeramente atormentados.
Deberían enseñarnos el lema de los AAs como si de un mantra se tratase (adaptándola a las creencias de cada uno): Dáme serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que sí se puede cmabiar, y sabiduría para ver la diferencia.
Yo, de momento, sigo nadando en el mar de la confusión, porque le sigue faltando algo al mantra: cualquier cambio tiene consecuencias, ¿estoy dispuesta a aceptarlas?.